BECHOL LASHON Español – Un solo barrio turco acoge a 300.000 refugiados sirios
En la esquina de Gaziler Caddesi, si quieres una botella de agua, Emre, el vendedor de kebabs, te enseña a pedirla en turco, árabe y kurdo. Hasta el más mínimo conocimiento de estos tres idiomas es una especie de pasaporte para entrar en el barrio de Basmane, en la ciudad turca de ´. Basmane, alejada de las grandes avenidas modernas de Alsancak, el escaparate de esa urbe laica y republicana que durante años votó mayoritariamente por el CHP –el partido de centroizquierda fundado por Ataturk– y de Kemeralti, el bazar más tradicional, con sus colores y sus aromas especiados, conserva el alma multicultural original de Izmir, la ciudad en la que griegos, armenios, europeos y turcos vivieron en armonía antes del catastrófico incendio de 1922.
Tras el acuerdo sobre emigración firmado entre la Unión Europea y Turquía, más de 300.000 migrantes sirios de origen kurdo y árabe que huyen de los recientes conflictos han buscado refugio en Izmir, uniéndose a los kurdos del sur de Turquía y a los romaníes que ya residían aquí desde los tiempos del imperio otomano. Basmane se presenta como una maraña de calles empinadas que trepan por el monte entre viejas casas pintadas, algunas de ellas en ruinas, convertidas en malolientes vertederos. La parte superior de Basmane, a los pies del castillo de Alejandro Magno, se llama Kadifekale. Sus casas de construcción ilegal –denominadas en turco gecekondu (cubertería nocturna)– están habitadas principalmente por kurdos de la zona de Mardin, que ahora sufre la guerra entre el Estado y el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK, por sus siglas en turco), de modo que no es raro ver pintadas elogiando a Öcalan o a las Unidades de Protección Popular (YPG por sus siglas en kurdo). La zona situada por encima del castillo ha sido destruida recientemente tras los muchos proyectos de urbanización y elitización que el Gobierno turco lleva años aplicando en todo el país.
El corazón de Basmane es Kapilar, un espacio social inaugurado hace un año en el que todas las semanas se organizan talleres para niños, se ofrecen clases de turco e inglés, se organizan espectáculos culturales junto con las comidas en la Cocina Abierta y, gracias a los voluntarios, se proporciona ayuda jurídica o idiomática. El centro está también a disposición de las múltiples asociaciones que ayudan a los refugiados de Izmir. El objetivo es superar el aislamiento y no solo potenciar la inclusión dentro de los grupos étnicos de kurdos y árabes que viven en el barrio, sino también facilitar encuentros con los propios turcos. “Lo importante es establecer relaciones de confianza con el vecindario y la ciudad, y para eso hace falta mucho tiempo”, explica una lugareña que trabaja en Kapilar.
El Colectivo Kapilar, que trabaja dentro del centro pero es independiente de él, también pretende fomentar el debate sobre temas que en Turquía suenan casi a herejía, como el feminismo, la ecología y los derechos de las minorías. En la planta alta del centro Yalcin, un trabajador textil de origen afroturco maneja por sí solo la recogida y distribución de alimentos y ropa para los más necesitados del barrio. Muestra una lista de los suministros exigidos por las escuelas estatales, productos de marca que muchas familias no pueden permitirse. “En el distrito, en el que existen normas sobre el trabajo infantil, los refugiados les vienen bien a muchos, porque les pagan la mitad del salario que a un trabajador turco, de modo que es importante animar a estas familias a que envíen sus niños al colegio”, afirma Yalcin, “que no está no exento del racismo que a menudo desemboca en ataques; muchos turcos creen que el Estado ayuda más a los refugiados que a los nacionales”.
Tras el acuerdo con la Unión Europea y el cierre de las fronteras, una proporción muy elevada de refugiados opta ahora por quedarse en Turquía, con la esperanza de obtener algún día la nacionalidad, pero como dice Selin, un voluntario, abundan los problemas, tanto económicos como los relacionados con el sistema educativo o la falta de documentos. Y uno de los principales obstáculos es el idioma. “Para los sirios hay escuelas especiales, pero no para los kurdos”. A menudo, nos explican, algunas ONG progubernamentales intentan provocar conflictos entre ambos grupos.
En el distrito siguen operando muchas asociaciones sin ánimo de lucro. Prasis es un colectivo de músicos que recorre Basmane enseñando música especialmente a mujeres y niños, a menudo con instrumentos donados por los ciudadanos. Waha quiere ofrecer ayuda médica y asesoramiento psicológico a mujeres en particular, y se encarga asimismo de distribuir medicamentos, papel higiénico y champú tanto en el barrio como en campamentos informales como el Torbali. Julie, una chica holandesa que decidió quedarse en Turquía para colaborar con las organizaciones humanitarias una vez finalizado su programa Erasmus, dice que siguen existiendo campamentos extraoficiales, pero a menudo se trasladan de un lado a otro para desviar la atención de los periodistas. A veces los propietarios pagan a la policía para asegurarse de que escogen unos campos en lugar de otros, y así facilitar el empleo de lo emigrantes como jornaleros en los campos de hortalizas esparcidos por todo el país.
No es fácil contactar con las familias que viven en Basmane. Tras el golpe del 15 de julio, que aquí se vio principalmente por televisión, en Izmir muchos temen a periodistas y fotógrafos. Como algunos centros de asistencia se cerraron ante las acusaciones de mantener lazos con los líderes del golpe, hay una tendencia general entre los refugiados a demostrar su adhesión al Gobierno participando en actos públicos. Nour, una joven siria de 27 años, de origen palestino, no tiene miedo y nos invita a entrar en su casa pintada de azul. Perdió la movilidad en las piernas debido a una infección, pero consiguió escapar de Damasco con su madre y su hermano. Sueña con llegar a Alemania, donde tal vez puedan operarla de la columna, y quizá incluso logre continuar sus estudios de derecho penal. Nour está muy decidida: “Un día visitaré el Vaticano, me encantan las iglesias. En Líbano estudié tres años en una institución cristiana”.
Mientras habla, el informativo de la televisión muestra la reconquista de Aleppo por las fuerzas de Assad. Se oyen ametralladoras y bombardeos. Entonces Nour deja de hablar con su entusiasmo habitual y le pide amablemente a su madre que cambie de canal. Desde otro lado de la pequeña habitación se oye una llamada por Skype, que el hermano contesta, sentado en el sofá durante horas: es el padre de Nour, que sigue en Damasco. Pocas palabras, muchas sonrisas y muchísimas expectativas.
Naser es un exsoldado iraquí de 50 años que llegó en 2014. Dos de sus seis hijos sufren inmunodeficiencia y uno tiene cáncer posiblemente debido a las armas químicas usadas por Daesh. Vive en condiciones precarias en Buca, otro suburbio de la ciudad. “No podía quedarme en Basmane, dice, porque los niños necesitaban más luz y el aire era poco saludable. Aquí los alquileres son más altos, 500 libras al mes [unos 140 euros], y tengo que pagar electricidad y gas. Por suerte, los vecinos nos ayudan con la comida”. Uno de los niños lleva meses en la cama. Su cuerpo rechaza cualquier medicación y los médicos locales han perdido la esperanza. “Tal vez tuviese una oportunidad si lográsemos llegar a Holanda. Allí tengo un hermano con nacionalidad holandesa, pero el Gobierno turco no nos deja mudarnos, porque hemos presentado la solicitud de refugiados aquí. Llevo meses intentando contactar con las oficinas de Naciones Unidas, pero no me han respondido”, remacha Naser.
Conforme a las leyes que rigen en el país, antes de que la solicitud de asilo de cada uno sea examinada, los refugiados pueden ser alojados temporalmente en uno de los 20 campamentos de refugiados oficiales establecidos en una de las 28 ciudades satélite de Turquía –como Izmir– en la larga espera para ser reasentado en otro país. En ninguna circunstancia pueden los solicitantes de asilo abandonar la ciudad asignada, y la solicitud de abandonar el país casi nunca es aceptada, porque muchos están registrados en Turquía como refugiados con anterioridad al acuerdo. Por otro lado, el Gobierno turco no garantiza ninguna asistencia segura.
En Izmir hay también historias de refugiados menos dramáticas, como la de Aisha, una joven siria de 21 años que, como domina el turco, ayuda a sus compatriotas con los trámites burocráticos; o la de Youssef, kurdo de 24 años, procedente de Qamishlo, que tras pasar dos meses en las cárceles de Assad, ha conseguido por fin seguir sus estudios de medicina en la universidad de la ciudad. Las calles que rodean la estación de ferrocarril de Basmane son un auténtico bazar, con restaurantes, puestos y actividades organizados por sirios. Los precios son más bajos que en otras partes, y quizá los que sienten nostalgia por Damasco y Aleppo, destruidas durante la guerra civil, hallen cierto consuelo en estas calles. Ahora casi han desaparecido los escaparates que mostraban chalecos salvavidas para quienes cruzan el Egeo, al que ahora los refugiados llaman comúnmente el “mar Muerto”. Mientras que para algunos, como Youssef o Aisha, Izmir ha empezado a representar una oportunidad de reconstruir su futuro, para otros, Europa y el sueño de su libertad están aún más distantes.
*El Pais, 17.11.16